"Aquí estamos un martes
cualquiera", me dijo mi prima Isa cuando me senté a su vera en mi
localidad del Teatro Quintero. La capacidad de convertir algo ordinario en
extraordinario, en singular, un martes cualquiera de un mes de febrero casi
concluso, es una habilidad que nos permite ser libres y generosos. Y es
algo que está en las manos de muy pocos.
El teatro estaba lleno. El cartel
de entradas agotadas superpuesto en la cartelería que descansa sobre este
emblemático local de la calle Cuna. Y, sin embargo, había que llenarlo. Ahora
les cuento.
Llenar un teatro de espectadores,
de personas, es relativamente fácil. Lo ha hecho y lo hará mucha gente. Sin
embargo, lo complicado es llenarlo de Verdad. De Honestidad. De Sangre. De la
sangre propia. Dice Andrés Calamaro en el libreto de su mejor disco, Honestidad brutal, que la honestidad no
es una virtud, es una obligación. Y eso parece correr por las venas de Luis
Franco cuando se las vacía mientras canta. Y Luis cantó. Y Luis se vació. Para
dejar de ser él, para ser en los demás, para ser auténtico.
Decía que el teatro estaba lleno. Y que llenar un teatro de espectadores, de personas, es relativamente fácil. Que lo complejo es llenarlo de Verdad. De Honestidad. De la Sangre propia. Y a eso se dedicó Luis Franco desde el inicio del concierto en el que presentaba su primer disco en solitario: Silencio y camino. Porque, desde el inicio, con naturalidad, con un fluir cómodo, como el que besa por primera vez y lo hace sin abrir los ojos, porque así se lo indica el instinto, la víscera, Luis colmó el teatro Quintero de todo esto, de sí mismo. Y lo hizo como se hacen las cosas que son naturales a uno mismo. Como el besar… Con la elegancia que te da la sencillez de un escenario casi desnudo, sin accesorios que distrajeran (¿quién necesita de adornos cuando alguien te está ofreciendo su aire, su sangre, su vida?). Con la naturalidad que te da dejarte la vida en lo que haces, porque es así el único modo de no perderla, de darle sentido. De hacerla tuya.
Una nana, unas bulerías que
vestían la tristeza del final de un amor de fiesta, unas sevillanas sin
aspavientos y por derecho, un beso a Bambino, un canto a su Julia, a su
hermana, que fue un canto a la vida y al amor, por este orden, y que puso en
pie la platea... Un son cubano que era un abrazo a Cuba y todo lo que nos da la
isla, que no cabe casi nunca en nuestras manos… bendita tierra… Un tango que siempre está volviendo y que fue
acariciado por unas alegrías que iban y venían a unas bulerías para no terminar
de volver, un rock flamenco, un flamenco chill… Un llanto a Triana...
La capacidad de convertir algo ordinario
en un suceso extraordinario es una habilidad que nos permite ser libres y
generosos, decía. Y eso se nos entregó en el Quintero: un canto a la
libertad de los que estábamos con él porque nos apetecía un martes, de la generosidad
del que se vacía de todo, incluso de sí mismo, porque no sabe otro modo de entender
y encarar la vida. Y todo esto lo hizo Luis. Luis Franco. En el teatro
Quintero. Un martes cualquiera.
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